La tarde caminaba con paso firme y decidido hacia una nueva decepción ganadera dentro de la que ya muchos han coincidido en denominar como Semana Torista. Hasta el 6º, Adolfo Martín había lidiado un encierro sin la presentación ni la entidad para Madrid y con la mansedumbre, el descaste y el nulo poder como denominadores comunes. Pero salió él, Baratero, que en cuanto a presentación no arregló nada (más feo y con menos trapío no podía ser el pobre), pero sí en cuanto a lo que guardaba dentro. A diferencia de sus hermanos, sacó fondo en la muleta y tuvo interés y emoción… y un pitón izquierdo para enamorase. Delante se encontró a un inspirado Manuel Escribano, que firmó en su segunda comparecencia isidril y a falta de la tercera con los miuras, su mejor versión. Hasta ahora, desconocida. Tras brillar en banderillas y un inicio muleteril sin demasiado acople, acabó derrochando firmeza y un concepto notable del toreo al natural, generando la sensación de estar por encima de un animal que tuvo su aquel. Eso fue suficiente para pasear una oreja de peso. Esto fue, de largo, lo mejor de una tarde con detalles, pero aburrida en líneas generales. Diego Urdiales firmó su mejor actuación de las tres que ha tenido en la feria, sobre todo, por andar como nadie en lidiador y por dos verónicas, dos derechazos y un trincherazo de antología. El más discreto fue Sebastián Castella, que tras el subidón del otro día, no pudo más que apuntar un tremendo valor seco y mucha valentía, pero también algunas carencias a la hora de conocer el encaste y la ganadería.
Diego Urdiales dejó un par de verónicas lidiadoras y una media de notable factura para sacar a Mulillero II a los medios. El adolfo no mostró ningún empuje en varas y sí mucha falta de fortaleza. Esa carestía en su condición propició que la labor muleteril del torero de Arnedo no llegara a buen puerto. Estuvo muy firme y en el sitio, tragando una barbaridad, pero transmitir más allá de eso con un animal tan sumamente descastado y reservón es casi imposible. Con todo, le midió y le echó miradas que el coleta aguantó con estoicidad y valor para sacar a cuentagotas muletazos sueltos de bella factura, sobre todo al natural. Anduvo por encima de él y brindó una lidia correcta conforme a lo que tuvo delante, por eso saludó una merecida ovación después de matar sin tanto acierto. Su segundo, Aviador, otro toro impropio de Madrid, se dejó con la cara por las nubes en la jurisdicción del varilarguero, de la que salió blandeando y con la fuerza justísima. El riojano derrochó torería y naturalidad con la pañosa en los primeros compases, con un trincherazo y un par de derechazos de nota altísima. Hasta ahí pudo apuntar, poco más, pues tras esas dos primeras tandas, el burel se empeñó en huir de la pelea, descastada y sosa, que hasta entonces había planteado. A Urdiales se le recriminó en alguna ocasión la colación, que también es cierto que por momentos no fue la mejor, pero también lo es que con semejante oponente no se puede decir mucho más. La guinda de la genial estocada fue tremenda.
Sebastián Castella, al que Madrid correspondió con una ovación nada más romper el paseíllo, recibió sin demasiado lucimiento con el percal a Repollito, que dejó una imagen curiosa al regatear al picador para evitar la vara y buscarle las vueltas al caballo. En las que sí tomó, repuchó. En banderillas puso en más de un aprieto a los de plata, generándoles una verdadera pesadilla y haciendo cundir el pánico, y es que fue una prenda complicada. Después de que el toro aprendiese latín en los dos primeros tercios, al francés, con muchas dudas iniciales, le costó entrar e imponerse, pues tomó las pertinentes precauciones sin exponer demasiado. Sin embargo, ganó en confianza y firmeza, dando muestras de su valor seco, y acabó estando digno con un animal nada agradecido, es más, un marrajo que solo transmitió sosería. No destacó, ni mucho menos, por su versión lidiadora, -donde se notaron carencias-, pero fue de reconocer su actuación. El serio segundo de su lote, Buscador, pasó sin pena ni gloria por el tercio de varas, manseando como el resto de su hermanos. Castella comenzó instrumentación con solvencia en los terrenos del 5, tras brindar a la parroquia, volcada con el torero. Una parroquia que se vino abajo al comprobar que el quinto de Albaserrada tampoco iba a ser, otro animal con el descaste y el nulo poder por bandera. Contra eso porfío por ambos lados el torero de Beziers para no transmitir absolutamente nada arriba. En las postrimerías buscó llegar a través de un arrimón que, sinceramente y tal y como estaba el patio, sobró. Pagó la frustración con el estoque, e igual tuvo algo que ver en ello el energúmeno que le gritó en el momento más inoportuno…
A porta gayola recibió Manuel Escribano al feo Mulillero I, sin ningún trapío para Madrid. El animal se comió el olivo, -literalmente-, al estamparse, y eso le pudo dañar una mano, de la que renqueó durante toda la faena. Tras rehiletear como acostumbra, el torero de Gerena dispuso por ambos lados sin opción a nada con el descastado y reservón gris, que además no tuvo ningún poder ni fortaleza. Ante semejante saldo, y con la justificación en su haber, Escribano emborronó su digna y firme actuación con el mal uso de la espada, con la que pinchó uvas en varias ocasiones hasta dejar una estocada caída. También recibió al feo y cariavacado Baratero en la puerta de toriles, mostrando toda la disposición del mundo, como en banderillas, en las que le puso corazón y coraje aguantándole y exponiendo una barbaridad con el adolfo, nada fácil, que en un derrote le puso el pitón en el mismo cuello. Se salvó de milagro. El sevillano cimentó prácticamente toda su labor con el interesante burel por el notable pitón izquierdo, por donde no terminó de haber comunión, muletazos de uno en uno y con reiterados enganchones. Tras probar sin éxito por el derecho, volvió a la zurda para, -ahora sí-, calentar al respetable y dejar lo mejor del trasteo con diferencia. Muy bien en la colocación y de frente, dibujó una serie al natural notable. Ese meritorio final, la actitud, la firmeza y la efectiva media estocada hicieron florecer pañuelos que bien valieron una oreja de peso.