No sé qué es lo que ha pasado, pero México se le ha echado encima. Y todo por una tarde encabronada. Por una Plaza casi llena que no la llena ni el mismísimo JT, pero sí el dios del mandato, -por lo de mandar a los toros y eso-. Y en cambio, un príncipe que se quedó sin coronar por el Rey adelantó tres días antes la fiesta de Halloween con un quite espantoso por diabluras, o llámenlas bernardinas y manoletinas. Este México es la leche. Y para colmo, en el albero una frase en gigante y oro: La fiesta la hacemos todos. ¿Es o no es arte al puro estilo americano?
Perdón, no presenté el acto: era el pasado domingo cuando una panda de locos por esto de la Fiesta hacíamos nuestra verdadera madrugá desde España intentando ver una de las corridas estrella de la Temporada Grande en México: Seis toros de Xajay para Enrique Ponce, Fermín Espínola y Diego Silveti. Y con esa dulzura “marca Domecq” que caracteriza a los comentaristas aztecas, se les venía el mundo encima al ver al maestro de Chiva incapaz de sacar un muletazo limpio a una auténtica mansada hidrocálida. Claro, la culpa es de ambos: el valenciano por tenerlos en una nube durante más de tres años y de los compadres por creerse al cien por cien el rabo que se llevó en aquella tarde mágica. Y lo lógicamente humano: una tarde de perros la tiene cualquiera, y más si el “día de los muertos” está a la vuelta de la esquina.
Pero la romántica historia no dio un giro amoroso el pasado domingo. Más bien al contrario: uno lo intentó y la otra exigió y no hubo conjunción entre ambos. Se abrió el portón y para casa, ¿no? Y todo México cantando a Presuntos: Cuánto hemos cambiado, aquella amistad… Eso sí, los almohadillazos son como los nachos: tradición azteca.
Y es que tres años, tres, sin dar golpe sobre la mesa es mucho tiempo. Muchas tardes en las que han venido nombres a reconquistar (su) Nuevo Mundo: Saldívar, Macías, Garibay, Silveti, Adame… y La México empeñada en que tenía que venir Ponce. Pues Ponce vino y no le ayudó el toro, o sea ser: fiasco de corrida y de toreros. Menos mal que intercedió el Rey desde el atardecer azteca para arrancar unos olés eternos por su principito.