La plaza de toros de Albacete, en realidad, no es una plaza de toros. La plaza de toros de Albacete es un cortijo. El cortijo de Daniel Ruiz. Bueno, de Daniel Ruiz y de su camarilla de palmeros. Y hoy, Daniel y sus secuaces tenían ganas de fiesta. Y qué mejor que su cortijo para celebrarla. Eso sí, en el cortijo no estaban solos. En el cortijo estaban ellos, y casi diez mil personas más. Cerca de un millar de espectadores que fueron testigos de la fiesta, del circo, de la mentira, de la estafa. Albacete tocó fondo. El barco, capitaneado por un señor llamado Joaquín Coy –el presidente del desmadre– se hundió. Y aquí surge la pregunta: ¿conseguirá la embarcación salir a flote, volver a la superficie? La respuesta está clara: mientras Daniel Ruiz y sus palmeros sigan dirigiendo el cortijo, no. Rotundamente no.
Todo estaba preparado. El guión era el mismo de siempre. En la última de la Feria de Albacete había que encumbrar a dos personas. Y así fue. Daniel Ruiz y El Juli, esa pareja tan fiel y pintoresca era la protagonista. El dueño del cortijo y su ahijado tenían que terminar siendo los triunfadores del abono. Como fuera. Pero la suerte, el único elemento que no podían controlar, les fue esquiva en el primero de la tarde. El bichejo que abrió plaza, alto, sin remate y anovillado, no salió como esperaban. De corto recorrido, no quería embestir y pegaba tornillazos al final de los muletazos. Un astado muy deslucido ante el que el todopoderoso Juli se mostró incapaz. Sin someter en ningún momento al animal, firmó una labor destemplada, sucia y tosca. Protestó el público y Julián se marchó a por la espada. Ejecutando su suerte más depurada, el julipié, dejó una media estocada baja y atravesada. No cayó el toro y el madrileño tuvo que hacer uso, en dos ocasiones, del descabello.
Indignados, Daniel Ruiz y compañía tuvieron que aguantar los pitos a toro y torero. Pero ellos, confiados y sabedores de que nadie les iba a amargar la tarde, se sacaron un as de la manga. La carta en cuestión llevaba por nombre Cortesano, un torete de pelo castaño y armoniosas hechuras. Repitió en el capote con exquisita nobleza y se ordenó que salieran los picadores. Y salieron. Para nada, eso sí. El torete, manso como él solo, salió huyendo del caballo en cuanto sintió el hierro sobre él. Ni un picotazo se llevó. No sangró. El Juli, claro, se desmonteró y, por supuesto, el presidente cambió el tercio. Lo de siempre. Y continúo la historia. Tras el tercio de banderillas, Julián, el primero de su nombre, se fue al centro a brindar. Antes, José Garrido y, sobre todo, López Simón, le habían pegado un baño. Pero él, con la colaboración indispensable del dueño del cortijo, no podía permitir que eso quedara así. Pues nada, citó al toro y comenzó la faena. Y, poco a poco, se fue metiendo al gentío en el bolsillo. Bajando mucho la mano y templando, fue trajinando al de Daniel de aquí para allá siempre despegado y descargando la suerte. Con las zapatillas atornilladas en la arena, lo fue citando desde fuera para despedirlo más fuera todavía. En el cite, por supuesto, la pierna contraria, la que torea, la que debería estar adelantada, se encontraba en La Gineta. En La Gineta o en Almansa, lo que prefieran. Pero no importa. No importa que Julián, el torero más grande de todos los tiempos, se retorciera como una alcayata; no importa que allí no hubiera un ápice de verticalidad ni naturalidad; no importa que aquello fuera lo más antiestético del mundo. Nada importaba. Allí, justo en el centro del cortijo de Daniel Ruiz, estaba El Juli cuajando a Cortesano. Y la plaza rugía, ¡cómo rugía! Ni Joselito y Belmonte, ni Manolete y Dominguín, ni Paco Camino y Antonio Ordóñez, nada como ser testigos de esa obra de mando, poderío y retorcimiento. ¡Qué viva El Juli!, ¡qué viva Daniel Ruiz!, ¡y qué viva la fiesta! A todo esto, el tal Cortesano, de gran nobleza, calidad y humillación, amagó desde el principio hasta el final con rajarse y marcharse a la puerta de chiqueros. Ya había demostrado su infinita bravura en esa pelea espectacular del primer tercio. Pero no, nada de eso, es que algunos estamos equivocados. El concepto de bravura, así como el de pureza y toreo auténtico, lo han reinventado Daniel Ruiz y su ahijado Julián. El toro bravo de verdad es ese que sale huyendo despavorido del caballo para luego repetir como un tonto en la muleta mientras reflexiona acerca de si debe o no rajarse definitivamente. Y el toreo puro y auténtico es el de El Juli, ese de suerte descargada, muletazos en línea y figura retorcida. Estos son los cánones modernos, y quien no los comparta, que se vaya. Sobra.
Y así, fue transcurriendo la faena. Y ya, cuando tocaba a su fin, comenzaron los movimientos en el tendido… y en el callejón. Algunos de los miembros de la camarilla del dueño del cortijo sacaron los pañuelos. Sí, el motivo estaba claro. Era el objetivo desde antes de que comenzara la corrida. Había que indultar otro torete de Daniel. ¿Lo consiguieron? La duda ofende. Parte del público, contagiados por los amiguetes del interesado, también sacaron sus moqueros y comenzó el jolgorio. Por supuesto, El Juli, entró al juego. Tras ir a por la espada, hizo como que se disponía a matar al toro, y la plaza estalló. Y no se lo pensó dos veces. El presidente, Joaquín Coy, sacó el pañuelo naranja. El despropósito se había consumado. La desvergüenza, de nuevo, la protagonista. Cortesano, un novillo manso y sin picar, regresó a los corrales. ¿Y alguien protestó? Cuatro. El resto de las casi diez mil personas que estaban en la plaza, aplaudieron, gritaron, cantaron… El dueño del cortijo lo había conseguido; una vez más se había salido con la suya. Y todo, gracias a la complicidad de un señor llamado Joaquín Coy, un auténtico antitaurino cuya única preocupación ha sido y es favorecer los intereses de la mafia taurina e incumplir el reglamento que le ha revestido de autoridad. Qué vergüenza.
Pero no se vayan ustedes a creer que este personaje fue únicamente protagonista por el bochornoso indulto. No. También quiso tener su minuto de gloria tras la muerte del segundo. De forma arbitraria, desprendido de cualquier atisbo de sensibilidad, le negó la segunda oreja a Alberto López Simón. O lo que es lo mismo, le negó el segundo trofeo a un tío que se había jugado la vida sin trampa ni cartón. Mermado de facultades por la cornada sufrida en este mismo ruedo pocos días antes, López Simón quiso venir a Albacete como uno de los sustitutos del herido Miguel Ángel Perera. Pese a sus próximos e importantes compromisos, el madrileño quiso volver a la misma plaza que le vio triunfar y caer herido hace menos de una semana. Y no vino a pasearse. Él, López Simón, fue el único que toreó de verdad. Cortó una oreja a cada uno de sus oponentes, aunque especialmente emotiva e importante fue su actuación ante el segundo. Con pureza y verdad, colocado siempre en el sitio, el torero de Barajas firmó una faena rotunda en la que hubo series de derechazos y naturales excepcionales. Muy templado, encajado de riñones, conservando la verticalidad, la naturalidad y la torería, puso en pie a unos tendidos completamente entregados. Desde el inicio en el tercio, por alto y a pies juntos, hasta la estocada, en la plaza se respiró emoción y verdad. Un torero entregando su alma. Un hombre jugándose un cuerpo ya de por sí maltrecho. El de Daniel Ruiz, con su punto de casta y transmisión, colaboró. Pese a que la espada no tuvo la colocación idónea, la respuesta fue unánime. Los tendidos, cubiertos de pañuelos, inundados por el color blanco, pidieron las dos orejas. Pero el presidente, el mismo que lleva años regalando orejas, aprobando animales impresentables, manteniendo inválidos en el ruedo, cambiando tercios con tres banderillas… el mismo, le negó la segunda. Aclamado paseó un apéndice al que sumó otro en el quinto. Ante un animal completamente aborregado, López Simón volvió a convencer por su valor y entrega, aunque ya prácticamente se podía mantener en pie. Sólo se le puede decir una cosa: ¡torero!
Apenas cuarenta y ocho horas después de presentarse como matador de toros y cortar tres rotundas orejas, regresó José Garrido. Y, otra vez, abrió la puerta grande. Eso sí, si bien ante la corrida de Montalvo ofreció una dimensión de auténtica figura del toreo, hoy fue diferente. Mucho más ventajista en la colocación, el extremeño casi siempre retrasó la pierna y toreó con escaso ajuste. Muy dispuesto y capaz, lo mejor lo ejecutó con el capote en un recibo magistral al impresentable tercero, una sardina. Luego, en el último tercio, dejó dudas pese a estar por encima de un mansito que se movió pero a regañadientes. La estocada, al igual que en el sexto, desprendida. Al último, el mejor presentado de la corridita del dueño del cortijo, también lo dejaron crudo en el caballo y luego repitió en la muleta de un Garrido que volvió a demostrar que posee grandes condiciones y cabeza, pero que no debe perderse en el ventajismo del toreo moderno.