No sabría decir si es de recibo o no cabalgar entre las arenas taurinas más pantanosas que despiertan el debate sobre el toreo a caballo. Lo que sí es lícito de reconocer es la decadencia de esta disciplina taurómaca de un tiempo a esta parte, debido a las repeticiones masivas de carteles donde no existe competencia alguna entre los propios rejoneadores, que hacen de este registro de la tauromaquia un mundo sin apenas trascendencia dentro del propio mundo del toro.
Ya no existen revolucionarios de este arte. La época dorada del rejoneo quiso poner su punto y final con los hermanos Ángel y Rafael Peralta, Manuel Vidrié, Javier Buendía, Álvaro Domecq y Ginés Cartagena. Desde los años 60 hasta el final de los 80, la trascendencia de los festejos de rejones, al amparo de la competencia entre rejoneadores, era altísima. Toreros de ferias y toreros de pueblos. No había rival pequeño ni plaza a la que no conquistar, pese a que éstas fueran entablados de carros sin callejón y el cobre se batiera en un ruedo diminuto. Después llegó Pablo Hermoso de Mendoza: el Michael Jackson del rejoneo. La modernidad del clasicismo que aunaba el temple y las cercanías dejando a un lado la sepia y el blanco y negro de los Jinetes del Apoteosis. Pero Pablo ya no tuvo competencia y el rejoneo se empezó a monopolizar en su persona. Hasta que apareció Diego Ventura...
En la pasada feria de San Isidro se pudo observar la salud caduca y necesitada de cuidados paliativos que tienen los festejos de rejones en la actualidad. Hablamos de Madrid. La plaza que, hasta hace tres o cuatro años, era la única en cubrir el cemento venteño en todas las tardes de caballos. Sin embargo, en esta edición ya se ha podido observar que no es así. Sólo Pablo y Diego cumplen con creces la expectación que refleja la taquilla. Y es que, en tiempos del cólera, la afición a los rejones necesita nutrirse de algo más que de los desgloses superlativos de rejoneo de Diego y de las clases particulares de padre a hijo que imparte Pablo a su retoño por las plazas del circuito. Y si puede ser en presencia de Lea –el comodín que no molesta–, mejor. Que está muy bien, porque si se quiere disfrutar viendo toreo a caballo, ellos son su máximo exponente, pero ahí se acaba la expectación del rejoneo. Si a ello le sumas la gravedad de su no competencia directa y los vetos del navarro sobre el cigarrero en las plazas del norte, las palas de arena sobre el rejoneo se multiplican.
Sí que es cierto que existen ciertos eslabones entre la cumbre de Pablo y Diego, y el resto. El clasicismo de Sergio Galán gusta y es sinónimo de belleza por su forma de entender el toreo a caballo, como la madurez progresiva de Leonardo o la espectacularidad en la doma de Andy. Todo lo demás no deja de ser un sucedáneo del rejoneo. No existen jóvenes emergentes sin padrino, claro. No se observa el relevo generacional que sí existe en el toreo a pie porque, lejos de reunir alicientes que hagan distintos o menos predictivos los festejos de rejones, intentan seguir pisando un camino que ya es demasiado repetitivo y no crea atracción a través de la novedad.