Cuánto gozo cabría en Pablo Aguado si Pepín Martín Vázquez hubiera estado en la Maestranza el 10 de mayo del año pasado, para poderle brindar la muerte de aquel Cafetero de Jandilla con el que acabó con el cuadro en diez minutos indescriptibles. El genio de La Macarena esa tarde resucitó en el toreo de Aguado. Pepín ha sido el mayor ejemplo para varios toreros que han buscado en su tauromaquia el cauce profeso de su naturalidad, clasicismo, gracia, donaire y esa estética arraigada a la escuela sevillana que hacía comulgar al más ateo. Hoy se cumplen 75 años de su confirmación de alternativa en la Monumental de Las Ventas con el toro Encandilado de María Montalvo, teniendo a Pepe Bienvenida como padrino y a Morenito de Talavera testificando el suceso. Las bodas de platino que recuerdan a uno de los mayores estandartes del toreo natural y al natural.
Pepín miraba de cerca el quehacer de Manolete, pese a tener el sello chicuelista que cimentaba la arquitectura del toreo moderno sin salirse del más puro canon clasicista: otro visionario, adelantado a su tiempo. Sus fulgurantes comicios como matador de toros hacían pensar que 1947 sería el año de su consagración definitiva, tras salir triunfador de San Isidro cortando cuatro orejas a toros de Bohórquez en la Beneficencia y en presencia de Manolete –su última tarde en Madrid- La Maestranza había encontrado un hijo pródigo en el torero macareno. Sabían que sería el siguiente eslabón al IV Califa junto a otro huracán al que ya se le echaba de comer aparte: Luis Miguel Dominguín. Sin embargo, las cornadas se encargaron de difuminar ese pensamiento, sobre todo la sufrida en agosto de ese año en Valdepeñas que hizo añicos su proyección. Justo tres semanas antes del fatal desenlace del 'Monstruo de Córdoba' en Linares.
La elegancia que desprendía Pepín con su toreo al natural a pies juntos eran vestigios vitalicios que a Sevilla, sin saberlo, le dolerían en los costados para siempre. La largura y la verdad en cada trazo; el capote majestuoso que se mecía a la verónica y se perdía por su espalda dibujando impávidas gaoneras. El que le decía muy acertadamente a Pepe Luis Vargas que toreara «con las muñequitas sueltas». O esa tersa franela que poseía y simulaba un telón con los vuelos en vaivén al son del barquero, como en esos pases por alto que aparecían en Currito de la Cruz, de Luis Lucia. Un largometraje en el que se incluyen interesantes secuencias de Pepín en plazas como Madrid, Sevilla o en la recién estrenada Monumental Plaza México. Ese acierto de intrusismo en el arte dramático supondría que mucha gente le empezara a conocer. Nada como una buena publicidad, aunque interiormente no lo necesitara. Sus cualidades denotaban que estaba hecho para mandar en el toreo.
El hijo del también maestro Curro Vázquez había hecho su presentación en Madrid de novillero con tan sólo 16 años. Toreó 34 novilladas, triunfales en su mayoría, antes de tomar la alternativa en septiembre de 1944 en Barcelona con el toro Partidario de Alipio Pérez-Tabernero, de manos de Domingo Ortega y en presencia de Pepe Luis Vázquez y Carlos Arruza. Su debut con los del castoreño había tenido lugar siete meses antes, también en la Monumental catalana y con utreros del Duque de Tovar. El maestro sevillano terminaba 1944 con 14 corridas de toros, habiéndolo empezado en el escalafón inferior. Sencillamente impresionante.
Es en 1953 decide poner punto final a una breve pero intensa y magistral carrera en el Gran Circo de Caracas, que le consagró para siempre como uno de los mayores revolucionarios del toreo clásico. También, en 2011, le fue concedida a título póstumo la Medalla de Oro de las Bellas Artes.