Lo fácil hubiera sido asimilar que, después del vendaval de las 100 tardes de la pasada temporada y la bienaventurada expectación por la acertada apertura del abanico hacia la variedad de encastes en el grueso de la anterior, lo bueno que viniera a partir de entonces se (nos) daría sólo a cuentagotas. Que ya estaríamos aquí los mortales para entender aquello de “una y no más, Santo Tomás”, “lo bueno, si es breve, dos veces bueno” o cualquier guiño de sutura al refranero español para resignarnos de que hay cosas que sólo pasan una vez en la vida.

Sin embargo, el pasado miércoles, el segundo de Pasión de este abril pese a haber dejado atrás la Semana Santa hace ya unas semanas, Morante regresaba a la Maestranza para bajar al suelo cualquier pensamiento que con barato atrevimiento intentara ponerle techo a su historia reciente dentro de la Historia del Toreo, mostrando al mundo qué es con lo que verdaderamente sueñan y no consiguen, tantos y tantos hombres vestidos de luces a eso de las cinco de la tarde.

O cómo pasarse por la faja tres siglos de toros en apenas quince minutos, resucitando en un trance de perfecta y armónica locura las tauromaquias de todas aquellas Sevillas de ramalazo artista y sin pecado concebida, como fueron las de Belmonte y Joselito, Chicuelo, Curro Puya o Pepe Luis. Porque en tiempos woke de nuevos órdenes y agendas mundiales a diez o treinta años vista, volver un siglo atrás no debe ser tarea sencilla y menos para un torero. Pues imagínense volver dos, cuando le dio por levantar un mausoleo a Lagartijo con aquella larga cordobesa para dejar al toro frente al jaco.

A fin de cuentas, que Morante le cortara el rabo a un toro en la Maestranza 52 años después de que Ruiz Miguel lo hiciera por última vez era lo de menos; la Historia ya le estaba esperando.

* Columna de opinión publicada en la edición del jueves, 4 de mayo de 2023, en el Diario de Ávila.